Extractos de «Las pesadillas del marabú» de Irvine Welsh

(…) Cuando era un chaval hacía las cosas normales que hacían los chavales del barrio: jugar al furbo y a japoneses y comandos, enredar con las bicis, capturar abejas, andar aburriéndome por las escaleras, zurrar a los chavales más pequeños / más débiles, ser zurrado por los chavales más grandes / más fuertes. A los nueve años la policía me acusó formalmente de jugar al fútbol en la calle. Estábamos dándole de patadas a un balón en una parcela con césped al lado de la manzana de pisos en la que vivíamos. No había colocada ninguna señal de PROHIBIDO JUGAR AL FÚTBOL, pero deberíamos haber sabido, incluso a esa edad, que puesto que el barrio era un campo de concentración para pobres, aquello, como todo lo demás, estaba prohibido. Nos llevaron a los juzgados, donde el padre de mi colega Brian hizo un magnífico discurso y avergonzó al juez hasta conseguir que todo quedara en una reprimenda. Estaba claro que los polis habían quedado como gilipollas.

—Un puto delincuente común a los nueve años — solía gemir mamá —. Un delincuente común. (…)

Irvine Welsh, Las pesadillas del Marabú. 1995, pág. 38.

 

(…) Salí pitando de aquel pub. Entré en otro sudando profusamente, con las sienes latiéndome. Comprobé los posters. No había de los de la Z. Pedí un whisky y una Becks. Me senté en una esquina. El pub estaba ocupado; era la hora de cerrar. Estaba demasiado metido en mi propio mundo como para fijarme en las voces que había a mi alrededor.

¿Vacaciones de mentirijillas, Roy? — Me volví y vi a un capullo de pelo blanco y cara colorada en traje y corbata. Era el señor Edwards, mi jefe, o más bien el jefe de mi jefe.

Eh… eso es…

Sencillamente, pensé que buscarías un sitio algo más exótico que el pub de al lado de la oficina para tomarte unas copas durante tu permiso anual — sonrió maliciosamente.

Ni siquiera había caído en ningún momento en que aquel era el pub de al lado de la oficina. Los cabrones de Scottish Spinster’s eran aburridos que te cagas; nunca había hecho vida social con aquellos grises gilipollas de clase media.

Eh… ya…

Lo siento, éste es Roy… em… Roy; Roy, de la sección de Colin Sproul — le dice el capullo de Edwards a un gran putón trajeado con toneladas de maquillaje, y a un capullo viscoso y trajeado con cabello oscuro y engominado y bigote.

Intercambiamos gestos de reconocimiento con la cabeza.

La gente de Roy está haciendo una labor estupenda para sacarnos de la edad media y guiarnos hacia una nueva y excitante era feliz de tecnología avanzada, ¿no es así, Roy? — dijo, con aquella pastosa voz de escenario dramático que es un accesorio obligado para el ejercicio del ingenio burgués de Edimburgo.

Eh… sí… — salgo yo, mientras los otros se ríen.

¿Así que eres de la cuadrilla de Colin Sproul en Control de Sistemas? — dice el capullo engominado en tono acusador. Esa voz pija y cortante siempre suena como una puta acusación. Tenía ganas de decirle: nah, soy Roy Strang, cabrón. El puto Roy Strang. De los Hibs Boys. Me daban ganas de estrellarle la botella de Becks contra la cabeza, y después incrustársela en esa puta jeta presuntuosa.

Pero no lo hice. Con estos cabrones es como si yo fuera invisible para ellos, y ellos para mí. De pronto lo vi todo claro; estos son los cabrones a los que tendríamos que hacerles daño, no los chavales a los que inflamos a hostias en el furbo, no las periquitas a las que vamos jodiendo por ahí, no a nuestras madres y padres, a nuestros hermanos y hermanas, a nuestros vecinos, a nuestros colegas. Estos cabrones. Pero no; nos trollamos las casas unos a otros cuando no hay una puta mierda en ellas, aterrorizamos a nuestra propia gente. Pero estos cabrones: a estos cabrones ni les vemos, joder. Ni siquiera cuando los tenemos por todas partes, rodeándonos.

Eh, sí, Control de Sistemas… — fue todo lo que pude decir.

Control de Sistemas.

¿Por qué fue todo eso lo que pude decir? ¿Por qué necesitaba a mis colegas para darme un contexto? ¿Por qué no podía poner ese sitio patas arriba como hice en aquel pub de clase trabajadora en Govan? ¿Por qué no podía aterrorizar a estos cabrones ahora, cuando los tenía en el punto de mira, sabiendo que se cagarían encima?

Tengo algunas desavenencias con C.S. en estos momentos. ¿Sabes algo de esa red de sistemas de subsidios por defunción que instaló tu gente?

Eh…

Ah, ah, Tom — sale Edwards —, Roy está de vacaciones. No querrá oír hablar de esas cosas.

¿Eres programador, Roy? — pregunta el putón trajeado.

—  Eh, sí. Analista de sistemas.

¿Te gusta trabajar aquí?

Eh, sí.

Joder si lo odiaba.

No. No lo odiaba. No suscitaba en mí emociones bastante fuertes como para odiarlo. No era más que un sitio al que ir durante el día, porque te pagaban por hacerlo. Cuando estaba allí, me limitaba a flotar en un vacío de indiferencia.

(…)

Ídem, pp. 258-260.

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